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Los hermosos pasajes del Menón, de Platón, donde Sócrates nos muestra cómo un esclavo lleva dentro de sí, dormidos, los saberes geométricos del cuadrado de la hipotenusa, sin haberlos estudiado nunca, nos revelan que el conocimiento es un recuerdo que va despertando lentamente del alma que, a través del tiempo, ha ido resguardado lo verdadero. La geometría era el mejor ejemplo del filósofo para recordarnos lo sabido. De otro lugar de la existencia, de una dimensión que abriga lo real para las almas atentas, viene ese saber perfecto que, también, se des-cubre en los trazos del mundo. De maneras muy complejas las figuras geométricas transitan entre la sensibilidad y los espacios sagrados donde reposa el misterio de lo que siempre es igual a sí mismo. Esa estabilidad, sin embargo, ya nos anuncia cambios, transformaciones, posibilidades, como nos lo develan los sólidos del Demiurgo cuando está creando el mundo. Todo resulta de un difícil movimiento-entrelazamiento de geometría que hace posible la vida. Pero el Demiurgo, en su maravilloso acto poiético, no es el origen de los sólidos; él los usa, los conoce y los usa, como si desde siempre hubiesen esperado dar vida a este kosmos que nos ampara.

La estabilidad y el tránsito protagonizan, así, un encuentro misterioso y profundo en que el ser eterno se torna, al tiempo, transformación, portador de secretos y posibilidades que dan vida a otra figura, que brilla en su belleza y sigue en el proceso de su autoexploración. En la obra de Arturo Quintero, sofisticada y luminosa, síntesis de gruesos planteamientos filosóficos y geométricos, los sólidos platónicos, perfectos absolutamente, acaso “materia” del mundo y verdad de lo eterno, han hallado un “lugar” -enigma de su misma existencia- donde dejarse ver. Han logrado que el artista, en su finísima intuición, los haga espléndidos en colores, descubiertos en sus movimientos, en una dimensión aún más misteriosa, la dimensión digital, extensión asombrosa de la vida donde somos sorprendidos por antiguos interrogantes sobre lo real, pero también testigos de su aparición reveladora de transformaciones.

El despliegue hacia los hallazgos de Arquímedes, trece nuevas miradas de los sólidos que permanecían a la espera de ser encontrados, lo vemos llegar con una fluidez transformadora de la regularidad geométrica. Al resguardo del secreto de lo que no se escinde entre sensible e incorpóreo, los sólidos nos hipnotizan con sus movimientos armónicos e incesantes, recordándonos, quizá como al esclavo, que esa belleza cambiante en lo estable también reside en nosotros. Quintero logra traernos a la sensibilidad el éros de los sólidos, aquel éros mediador del que hablaba Platón, donde el tránsito y el deseo son la fuerza de la transformación.

Esa autoexploración de las figuras geométricas, de los poliedros que esconden otras verdades de sí mismos, se despliega en los nuevos trece de Catalan, quien los descubre, como transitando un camino lento de secretos, en el poliedro dual de los sólidos de Arquímedes. Los que, a su vez, tomaron su fuerza vital en los sólidos platónicos. Es como un canto antiguo que va revelando nuevas formas al paso del tiempo y de las cosas. Y el alma aventajada del artista, con su intuición de dios olímpico, logra escuchar mantras en esos movimientos geométricos, búsquedas profundas de sí mismos.

Arturo Quintero permite a los sólidos, finalmente, otra exploración. Devela movimientos aún más escondidos, más sutiles, y los expone en el espacio digital, donde lo intemporal propicia un encuentro entre el color y lo intangible, la transformación y la estabilidad, la sensibilidad y lo inteligible mediados por el misterio de lo transitorio. Donde la luz se entrelaza con figuras perfectas que aún recuerdan el fondo de aquella fogata platónica, dejándonos en el umbral del asombro.

La obra nos conmociona con la geometría que expresa, al modo hermoso de los pitagóricos, la vida poética del mundo; el antiguo número geométrico, verdad primera de la existencia, era la misma musicalidad de los movimientos sagrados del universo. Por ello, en comunión con los tonos de los mantras, que viajan desde el otro lado del mundo, pero desde el origen profundo de los tiempos y hacia nuestras propias almas, todo confluye amorosamente en esta experiencia universal, de geometría universal, donde se entrelaza lo eterno y lo pasajero, y donde no hay lugar para erigir fronteras.

Tal vez todo se trate de recordar, como decía Platón, que la naturaleza, como la belleza, está emparentada consigo misma.

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